lunes, 28 de junio de 2010

¿Hacemos el amor?

Querien Vangal

Agosto / 2007
 

¿Hacemos el amor?, ¿un free?, ¿un encuentro cercano con el tercer tipo? La juventud cada día conoce menos el significado de la virginidad y del amor pleno. Las relaciones humanas se han convertido en un mero intercambio de necesidades individuales y particulares y satisfacción personal.

Quien piense en esperar y llegar virgen al matrimonio es un moralista y una persona "out", más si es mi padre o mi madre los que me lo dicen… "están rucos". Otros papás más "in" se quedan al margen, no se meten en problemas y sólo dicen"cuídate".

Mientras tanto los medios de comunicación y las políticas de salud enfrentan una realidad compleja a garrotazos con el pretexto de "respetar" la libertad de los y las jóvenes. De ahí que surgen las políticas de difusión del uso de preservativos y de píldoras maravillosas para evitar enfermarse o tener que enfrentar una responsabilidad de cuidar y mantener a un nuevo ser humano. "Pobres", dirán algunos aún son jóvenes y necesitan vivir.

 

Hablarles a los jóvenes

El problema real es que nadie quiere acercarse realmente a esas almas jóvenes que están viviendo con tanta intensidad su vida y  que quieren comerse el mundo a mordidas y en poco tiempo, ya les urge ser adultos y quieren experimentar todo lo posible antes de sentar cabeza y asumir la responsabilidad de ser dueño de sus actos y formar una familia, o en su caso asumir una responsabilidad profesional y trabajar.

¿Realmente los jóvenes están buscando tener relaciones, probar drogas y hacer cosas que les hagan sentir libres?

¡No!, ellos quieren vivir, y vivir el hoy como nunca, porque aparentemente se va acabar. Sin embargo, la realidad es que el hoy, con el paso del tiempo, se convierte en el mañana y todo lo que hagas en el presente influirá en forma decisiva en tu futuro.      

Los jóvenes no son tontos, entienden y lo hacen muy bien, pero hay que saber cómo hablarles, y para poder hablarles primero debemos entenderlos, conocer su ambiente, lo que les rodea y lo que influye en ellos. Una vez que los comprendemos podremos estar preparados para sacar lo mejor de ellos y para irles formando una conciencia de largo plazo.

Todo este preámbulo me parece fundamental para poder hablar con los jóvenes, sobre todo aquellos que están buscando o tienen una novia, novio y que comienzan a tener una relación afectiva, e incluso aquellos que están pensando en una relación más seria para casarse.

 

 

 

Las relaciones sexuales y la afectividad

 

Muchos piensan que las relaciones íntimas forman parte de la afectividad, sin embargo la afectividad y el amor van mucho más allá de un encuentro físico. Es realmente una aventura, la aventura de conocer más a fondo a una persona, de saber qué piensa y cómo piensa, de saber qué siente y por qué lo siente.

Me referiré especialmente a las mujercitas, por varias razones: en primer lugar porque las mujeres maduran mucho más rápido, en segundo lugar por que tienen capacidades superiores a los hombres en el ámbito de los sentimientos (y en otras tantas más), lo cual las hace muy capaces para comprender a los demás.

Algunos psicólogos e investigadores han calculado que la diferencia entre la madurez del hombre y la mujer es de alrededor de 10 años y que el hombre madura a partir de 30 años, ¡si es que madura!

Esta especial aclaración la hago para que especialmente las niñas se den cuenta y no caigan en las trampas de la inmadurez y la imprudencia de nosotros los varones, sobre todo cuando somos jóvenes. Ustedes tienen una gran capacidad de ver por los demás y de preocuparse por su estado de ánimo, de ahí que muchas veces el varón, que principalmente piensa en sí mismo de forma egoísta, busque la argucia sentimentaloide como "arma secreta" para lograr tener una relación sexual a como dé lugar.

Para los varones, tener una relación íntima, no implica involucrarse sentimentalmente ya que sólo se involucra quien se entrega plenamente, y la entrega plena exige renuncia. Por el contrario, las mujercitas en una relación sexual se entregan con plenitud.

Si el varón adulto a veces tiene la incapacidad de entregarse con plenitud y ceder frente a sus pasiones e instintos personales, el varón joven inmaduro está técnicamente incapacitado para poder entregarse con plenitud.

Por esta razón, en las relaciones íntimas que se dan fuera de un contexto de compromiso, léase el matrimonio, la que siempre sale perdiendo es la mujer. Esto tiene una explicación no sólo psicológica sino también una biológica. El varón y la mujer tienen ritmos en una relación íntima muy distintos y el clímax es gráficamente incompatible.

El varón inmaduro no sabe de renuncia, no conoce el término sacrificar, contener ni ceder y por tanto en una relación íntima, lo único que va a hacer es buscarse a sí mismo de forma individual, obtener placer y luego de verse satisfecho se olvidará por completo de quien tiene cerca, esto es parte de su naturaleza y sus mecanismos biológicos internos, que influyen hasta en el estado de ánimo de una forma contundente e inmediata.

La mujer, por otro lado, comienza su excitación mucho antes, llega a su clímax y lo mantiene durante mucho más tiempo, su grado de entrega y de preocupación por la otra persona no termina, sin embargo al conseguir el varón lo que necesitaba sentirá un rechazo inminente, que con el paso de tiempo terminará minándola, sobre todo anímica y psicológicamente hablando.

Por esto las mujercitas deben ser mucho más astutas cuando alguien les pide tener relaciones, porque sin duda serán usadas por la otra persona, a pesar de que ellas vean todo de color de rosa y todo esté dado para que el niño que tienen enfrente se convierta en su príncipe azul siempre esperado, ya que al finalizar el acto físico, ese príncipe azul, al revés de como cuenta la historia, se convertirá en un sapo verde y feo.

 

 

Tiempo para madurar, la clave

 

El problema para los varones es que el tiempo que tienen para madurar lo usan para divertirse y lo hacen a costa de la mujer, esto ha provocado que al casarse comiencen los problemas de la incompatibilidad íntima. La mujer, con el tiempo, se sentirá cada vez menos comprendida, insatisfecha y por tanto menos querida, ya que cada relación con su marido hará que se sienta un objeto más de uso cotidiano, no alguien especial y valiosa.

La solución para dos personas unidas en matrimonio es que el varón se de cuenta y conozca esa diferencia en el clímax y que ponga mucha más atención a la forma en que ella reacciona y actúa, así mismo implica hacer un gran esfuerzo por ir un poco contra él mismos y ceder, implica pensar primero en ella antes que en él.

Implica también el reconocer que una rosa, un perfume, una cena, un nuevo peinado, un vestido, pueden tener un significado especial, que va mas allá de la realidad física de estas cosas.

 

 

El amor como entrega

 

Por eso estoy claro de que el amor va mucho mas allá de una relación íntima, y por eso la frase "vamos hacer el amor" ha sido manoseada y minusvalorada por las películas y los medios de comunicación en general.

En este mismo sentido, el gran reto para el ser humano que busca tener una vida adulta estable fuera de depresiones y desequilibrios de todo tipo, está en educar a los varones inmaduros para que vayan aprendiendo a ceder desde jóvenes o desde su etapa de inmadurez, porque es el momento para aprender a dominarte mejor, a comenzar a comprender a los demás, a ser más sensible, a pensar un poco menos en satisfacción individual. Si no es en ese tiempo, empezar tarde costará mucho más.

La solución es darse, una palabra que a veces no se entiende bien, pero que tiene un gran significado, sobre todo cuando hablamos de nosotros mismos. El darse implica entregar algo de mí.

Dependiendo del valor de lo que entregue es también la capacidad que tenemos para darnos. Asimismo, si entrego algo material que aprecio mucho, sin duda tendrá un valor material, porque no forma parte de mí; si entrego mi tiempo, el valor se va incrementando; si entrego mis deseos, es decir si aprendo a esperar, a controlar y a no ceder frente a mis pasiones pensando en la persona a la que quiero, el valor se incrementa aún mucho más. Imaginemos qué significará dar alegría a pesar de sentirnos enfermos y de dar la vida por otro… sólo para pensar.

Por eso estoy convencido de que el amor se construye y se hace desde siempre, en cada momento, y se tiene que madurar en la juventud. Por eso aquellos jóvenes que esperaron tanto tiempo y se entregaron plenamente uno al otro, tendrán más posibilidades de ser felices en el futuro.

 

 

 

 

La compatibilidad íntima, un mito

 

Por otra parte están las dudas que surgen de aquellos que piensan que las relaciones íntimas antes del matrimonio son útiles para conocerse y para "saber" si hay compatibilidad sexual.

No hay nada más absurdo ni mayor mito que esto, ya que justamente quien tiene esa capacidad de donarse a sí mismo, mucho más allá de las cosas materiales, sobre todo en el varón, es quien tenderá a ser el mejor amante, y eso lo ve uno en el actuar cotidiano en los detalles del día a día, no en las relaciones físicas.

En lugar de perder su tiempo, su virginidad, su plenitud y su felicidad, los jóvenes novios tendrían que preguntarse: ¿es capaz de donarse a sí mismo?, ¿de controlarse?, ¿de ceder?, ¿de ser comprensivo y condescendiente?, o ¿es individualista?, ¿va a ver únicamente las películas que le gustan sin pensar en los demás?, ¿piensa que él manda?, ¿controla?

Vamos pensando en darle un sentido pleno a la frase "vamos hacer el amor" y hagamos que los jóvenes la hagan su bandera, sobre todo pensando en su felicidad.

¡Vamos hacer el amor!

 

 



Ser padre de una familia numerosa

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

 

Aunque, objetivamente, pienso que una familia de seis hijos apenas alcanza el título de numerosa, no deja de causarme cierta extrañeza que cuando se menciona el hecho no falta el rumor de la gente entre sorprendidos y risueños.

 

Y digo extrañeza porque siendo parte de una familia numerosa, en un país en el cual la familia grande hasta hace muy poco era lo normal, no puede dejar de extrañarme que la campaña antifamilia y el eslogan que "una pequeña vive mejor" haya calado tanto en tan poco tiempo entre mis paisanos. Lo anterior viene a que en los últimos años, con lo de la celebraciones de los Días de la Madre o del Padre, es notorio que entre los grupos de padres de familia de centros educativos se repite el mismo fenómeno.

 

Insisto siempre en que se mencione la cantidad de hijos que tengo porque mi "carrera" de padre es tan o más importante que las hechas en distintos momentos de mi vida y me enorgullezco más de mi familia que de unos diplomas que algún día terminarán carcomidos por la polilla o en el fondo de un cajón, junto a muchos otros papeles inútiles. Se lo he oído decir muchas veces a mi colega doña Gracia Zúñiga de Villeda Bermúdez: no tener familia es la peor pobreza; tener una, la mayor riqueza. Y estoy totalmente de acuerdo con ella.

 

Que a seis hijos no los puedo llevar a Disney, me tiene sin cuidado. No sé de nadie que haya llegado a ser más feliz en la vida por conocer al ratón Miguelito. Que no pueda cambiar carro cada uno o dos años, tampoco me importa. Mis padres tuvieron su primer carro hasta muy entrados en la vida y fueron imponentemente felices, tanto que hoy ambos están en el cielo. De otros que les dieron "todo" a sus hijos no estoy tan seguro.

 

La gente anda tan confundida que no ve como un acto de generosidad tener una familia numerosa. Creen que ser generosos consiste en regalar ropa vieja y las "sobras" de la semana. En mi casa la ropa se hereda y no queda en condiciones para regalarse y nunca sobra nada de comida. De modo que el mayor acto de generosidad que mi esposa y yo queremos realizar es regalarle a Honduras seis personas bastante normales, con virtudes y defectos, pero que valoran la vida familiar y entienden que no son un estorbo para nadie y deben amar y servir a este país.

 

Hemos procurado que sepan distinguir, claramente, lo moralmente lícito de lo que no lo es, de esta manera habrá seis sinvergüenzas menos en este país. Y con esto nos damos por satisfechos, es más que suficiente.



Orar es conversar con Dios

 

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

La oración es buscar a Dios, es ponernos en contacto con Dios, es encontrarnos con Dios, es acercarnos a Dios.

 

Orar es llamar y responder. Es llamar a Dios y es responder a sus invitaciones. Es un diálogo de amor.

 

Santa Teresa dijo en una ocasión: "Orar es hablar de amor con alguien que nos ama".

 

La oración no la hacemos nosotros solos, es el mismo Dios (sin que nos demos cuenta) el que nos transforma, nos cambia. Podemos preguntarnos, ¿cómo? Aclarando nuestro entendimiento, inclinando el corazón a comprender y a gustar las cosas de Dios.

 

La oración es dialogar con Dios, hablar con Él con la misma naturalidad y sencillez con la que hablamos con un amigo de absoluta confianza.

 

Orar es ponerse en la presencia de Dios que nos invita a conversar con Él gratuitamente, porque nos quiere. Dios nos invita a todos a orar, a platicar con Él de lo que más nos interesa.

 

La oración no necesita de muchas palabras, Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo digamos. Por eso, en nuestra relación con Dios basta decirle lo que sentimos.

 

Se trata de "hablar con Dios" y no de "hablar de Dios" ni de "pensar en Dios". Se necesita hablar con Dios para que nuestra oración tenga sentido y no se convierta en un simple ejercicio de reflexión personal.

 

Cuanto más profunda es la oración, se siente a Dios más próximo, presente y vivo. Cuando hemos "estado" con Dios, cuando lo hemos experimentado, Él se convierte en "Alguien" por quien y con quien superar las dificultades. Se aceptan con alegría los sacrificios y nace el amor. Cuanto más "se vive" a Dios, más ganas se tienen de estar con Él. Se abre el corazón del hombre para recibir el amor de Dios, poniendo suavidad donde había violencia, poniendo amor y generosidad donde había egoísmo. Dios va cambiando al hombre.

 

Quien tiene el hábito de orar, en su vida ve la acción de Dios en los momentos de más importancia, en las horas difíciles, en la tentación.






Nadie muere la víspera

 

Querien Vangal

Agosto/2007

 

 

Sentirse envejecer es doloroso, a nadie le gusta, pero todos queremos vivir muchos años. Es ley de vida nacer, crecer y envejecer. Si o si. Algunos se quedan en el camino.

 

Primero somos bebés, niños, jóvenes, adultos y ancianos, aunque esto último lo disfracemos con otros nombres. Envejecer, me guste o no, es un hecho ineludible.

 

Pero el problema no es juntar años, sino el sentirme viejo.   El sentirse viejo siempre es una actitud del alma. Cuando Juan XXIII es nombrado Papa todo el mundo dijo eligieron un hombre viejo para salir del compromiso ya que sin Papa la Iglesia no puede estar. Lo nombraron porque había que elegir a alguien.


Eso pensó la humanidad.

 

La humanidad se equivocó. La humanidad siempre tiene que dejar que pase el tiempo para descubrir la sabiduría del Espíritu Santo.
El viejo Juan XXIII resultó ser el Papa más joven de espíritu que la humanidad recuerde. Él fue el alma del Concilio Vaticano II que hizo de una Iglesia que le pesaban los años para convertirla en una joven Iglesia que revolucionó la humanidad toda. Cuando murió, no se murió un viejo, se murió en joven que tenía más de 80 años.

 

Saber que una persona envejece se constata con facilidad; canas, calvicie, artrosis, anteojos que cada vez tienen más aumento, arrugas.
Ser viejo también puede constatarse con la pérdida del entusiasmo, la nostalgia de que los viejos tiempos fueron mejores: lo nuevo no es bueno, lo de antes era lo bueno.

 

Cuando se vive mirando para atrás es que se ha llegado a la vejez definitiva.

No encontrar sentido a lo que todavía me falta por vivir es estar más muerto que vivo aun que goce de buena salud.  Ya soy viejo de alma, y es desde el alma, desde el espíritu que se es joven para siempre aunque no pueda correr o jugar al fútbol.  

 

No aceptemos este tipo de muerte en vida.  La vida a toda edad fue creada por Dios para que todos la vivamos y la hagamos vivir, quizás de manera distinta según como están tus huesos, pero lo esencial que se necesita para morir joven es tener la cabeza joven, la cabeza con alguna ilusión, con algún deseo aun que las piernas no acompañen.

 

En el pesebre viviente criollo que se celebra todos los años en Cañuelas alguien escribió el lema: Cada uno de nosotros es un ángel con una sola mano. Y solo podemos volar si nos abrazamos unos a otros.

 

A todos nos llegará la muerte física, pero que importante es, que te encuentre vivo y de pie, y dispuesto a volar como un ángel.  Para lograrlo el lema me lo está señalando: abrázate a los que te rodean, ama a los que te rodean y sigue sembrando aun que te canses.

 

Si al final de la vida, la vida te encuentra cansado por sembrar, será una bella manera de morirse.

 

Porque habrás muerto siendo joven.



Los que no servimos para nada

 

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

 

Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo.

 

Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes. Y entonces, en los momentos de desaliento, me acuerdo de una oración de cristianos brasileños que una vez escuché y que no he olvidado del todo, pero que, reconstruida ahora por mí, podría decir algo parecido a esto:

 

Sí, ya sé que sólo Dios puede dar la vida; pero tú puedes ayudarle a transmitirla.

 

Sólo Dios puede dar la fe, pero tú puedes dar tu testimonio.

 

Sólo Dios es el autor de toda esperanza, pero tú puedes ayudar a tu amigo a encontrarla.

 

Sólo Dios es el camino, pero tú eres el dedo que señala cómo se va a Él.

 

Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar a otros como se ama.

 

Dios es el único que tiene fuerza, la crea, la da; pero nosotros podemos animar al desanimado.

 

Sólo Dios puede hacer que se conserve o se prolongue una vida, pero tú puedes hacer que esté llena o vacía.

 

Sólo Dios puede hacer lo imposible; sólo tú puedes hacer lo posible.

 

Sólo Dios puede hacer un sol que caliente a todos los hombres; sólo tú puedes hacer una silla en la que se siente un viejo cansado.

 

Sólo Dios es capaz de fabricar el milagro de la carne de un niño, pero tú puedes hacerle sonreír.

 

Sólo Dios hace que bajo el sol crezcan los trigales, pero tú puedes triturar ese grano y repartir ese pan.

 

Sólo Dios puede impedir las guerras, pero tú pues no reñir con tu mujer o tu hermano.

 

Sólo a Dios se le ocurrió el invento del fuego, pero tú puedes prestar una caja de cerillas.

 

Sólo Dios da la completa y verdadera libertad, pero nosotros podríamos, al menos, pintar de azul las rejas y poner unas flores frescas en la ventana de la prisión.

 

Sólo Dios podría devolverle la vida del esposo a la joven viuda; tú puedes sentarte en silencio a su lado para que se sienta menos sola.

 

Sólo Dios puede inventar una pureza como la de la Virgen; pero tú puedes conseguir que alguien, que ya las había olvidado, vuelva a rezar las tres avemarías.

 

Sólo Dios puede salvar al mundo porque sólo Él salva, pero tú puedes hacer un poco más pequeñita la injusticia de la que tiene que salvarnos.

 

Sólo Dios puede hacer que le toque la Primitiva a ese pobre mendigo que tanto la necesita; pero tú puedes irle conservando esa esperanza con una pequeña sonrisa y un "mañana será".

 

Sólo Dios puede conseguir que reciba esa carta la vecina del quinto, porque Dios sabe que aquel antiguo novio hace muchos años que la olvidó; pero tú podrías suplir hoy un poco esa carta con un piropo y una palabra cariñosa.

 

En realidad, ya ves que Dios se basta a sí mismo, pero parece que prefiere seguir contando contigo, con tus nadas, con tus casi -nadas.

 

Tomado del libro: "Razones desde la otra orilla"



domingo, 27 de junio de 2010

Los hábitos familiares, como transmisores en valores

  

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

 

 

Justicia, igualdad, tolerancia... Son términos que cada día se escuchan más en las escuelas. La "Educación en Valores" ya está presente en el curriculum escolar, pero eso no es suficiente. Quedarnos en el nivel teórico no sirve de nada. Y, en la práctica, a menudo olvidamos que palabras tan grandilocuentes como "Empatía" o "Respeto" se traducen en premisas tan sencillas como "no tirar papeles al suelo", "ceder el asiento a quién más lo necesite" o "abrir la puerta a quién va cargado".

 

Que la "Educación en Valores" haya alcanzado las escuelas es un paso que realmente debemos celebrar: Saber ser persona es más importante que saber resolver integrales o en qué año empezó la Revolución Francesa.

 

Sin embargo, mientras que la instrucción y formación intelectual es un objetivo a conseguir primordialmente a través de la escuela, la educación y desarrollo personal lo es a través de la familia.

 

Nunca debemos olvidar que el hogar es el auténtico formador de personas. Los niños aprenden continuamente de sus padres, no sólo de lo que éstos les cuentan sino, sobre todo, de lo que ven en ellos, cómo actúan, cómo responden ante los problemas. En definitiva, los niños observan y copian el proceder de sus padres ante la vida. La auténtica educación en valores, más que enseñarse, se transmite, pasa de los padres a sus hijos desde el mismo día del nacimiento hasta el final de la vida. No obstante, tiene una importancia relevante durante los primeros años. Hasta los seis o siete años de edad los niños poseen una moral denominada "heterónoma", es decir, que su motivación para hacer las cosas de una manera u otra es responder como papá y mamá desearían: lo que dicen los padres son "verdades absolutas". Conforme se hacen mayores van comprendiendo mejor por qué es importante actuar de cierta forma y no de otras, pero siguen guiándose por lo que ven en casa, especialmente hasta los doce años. De ahí la tremenda importancia de educar a los niños a través del ejemplo para desarrollar una educación cívica.



Haz lo que yo hago

 

Todos tenemos en la mente una idea de cómo nos gustaría que fuese la sociedad, en qué mundo queremos que vivan nuestros hijos: un sitio limpio, en el que las personas se ayuden y respeten, donde todos tengamos los mismos derechos... Después salimos a la calle pensando en el trabajo, la compra, la ortodoncia del niño y se nos olvidan todos esos buenos propósitos. De pronto queremos ser los primeros en salir del metro, nos molesta ese coche despistado que entorpece la circulación, se nos olvida dar los buenos días al portero... y así, día tras día ante la mirada siempre atenta de los niños que, ya se sabe, lo absorben todo como esponjas.

 

Ya hemos comentado que hasta los doce años aproximadamente el hogar es la principal fuente de valores, derechos y deberes del niño. Ahora también hay que decir que hay cosas que difícilmente se aprenden más tarde. Si de pequeños no nos hemos acostumbrado a guardarnos el envoltorio en el bolsillo cuando no hay una papelera a mano, a no poner la música muy alta para no molestar al vecino, a dar las gracias cuando nos hacen un favor o a no insultar a los que son diferentes, será más complicado aprenderlo luego. Porque el civismo, el respeto, la honestidad y todos los valores humanos son en gran medida hábitos, rutinas que aprendemos en la familia de forma inconsciente y que más adelante llegamos a valorar con la reflexión que permite la madurez.

 

Por ello, la mejor forma de transmitir valores, de aprender a vivir en sociedad, es no aplicar jamás la tan popular frase de "haz lo que yo digo y no lo que yo hago". Si queremos que nuestros hijos alcancen esa sociedad tan soñada debemos empezar por crearla nosotros mismos y "hacer lo que decimos".

¿Qué "hábitos-valores" fomentar?

 

Seguro que vosotros mismos tenéis la respuesta. Sólo tenéis que pensar qué tipo de personas os gustaría que fuesen vuestros hijos y actuar en consecuencia. Como hemos visto, la coherencia entre las ideas que se quieren transmitir y la forma en que se actúa en casa es la clave principal.

 

La mayoría de las personas consideramos como nobles los mismos tipos de valores, sin embargo, a veces es difícil reconocer en uno mismo dónde falla la conexión entre "creencias" y "forma de ser". Estos consejos pueden ayudarte a reflexionar sobre ello:

 

Si queréis que vuestro hijo sea una persona razonable, razonad con él desde el primer día. No utilicéis el "por que yo lo digo". Lógicamente habrá muchas ocasiones en que tengáis que ordenarle las cosas, pero siempre podéis argumentarle el motivo.

 

El respeto donde primero se observa es entre los padres. Las decisiones en la pareja deben ser siempre compartidas. Si discutís hacedlo de forma tranquila, sin recriminaros. Saber vivir en sociedad es saber aceptar distintas opiniones.

 

Los estereotipos donde más se fomentan es en el hogar. ¿Habéis pensado alguna vez cosas como quién guisa en casa?, ¿quién cambia las bombillas?, etc. Tratad de compartir entre vosotros los distintos papeles.

 

Si os preocupan las influencias externas pensad que tenéis un arma muy importante a vuestro alcance: vuestros comentarios. Hablad con vuestro hijo sobre la opinión que os merecen las actuaciones de los demás (tanto en positivo como en negativo). Esto es importante, sobre todo, contra la influencia de la televisión.


Comprender ayuda a aprender

 

Los valores se transmiten a través del ejemplo, pero se asientan con fuerza gracias a la comprensión de por qué son necesarios. ¿Cómo podemos ayudar a un niño pequeño a valorar esta importancia? Una buena manera es aplicar la fórmula de "haz por los demás lo que te gustaría que hiciesen por ti, y no les hagas lo que no te gustaría que te hiciesen". En otras palabras, colocar a los niños en la hipótesis de que fuesen ellos los protagonistas de ciertas actitudes. Es mucho más eficaz para que vuestro hijo os entienda decirle: "¿Te gustaría que se riesen de ti porque usas gafas?, ¿cómo te sentirías?", que decirle simplemente: "No debes reírte de Juan por llevar aparato en los dientes".

 

 

 

 

 

 

 



 





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Lo que enseña una sonrisa

 

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

 

Todos hemos experimentado alguna vez el enigmático poder de una sonrisa. Verla tatuada en un rostro es símbolo de aliento y esperanza. Sin duda hay muchas maneras de hacer las cosas: a la fuerza, a regañadientes, por responsabilidad, por exhibicionismo o caridad… pero, cuando observamos que se hacen con una sonrisa, encontramos un latente secreto que trasciende el espacio físico entre las comisuras de los labios. Y digo latente porque una sonrisa es como un secreto a voces, como un corazón sano que bombea serenidad y solaz a borbotones. Se trata de algo muy sencillo, pero que trasluce una fuerza interior capaz de cambiar la existencia.

 

Una sonrisa es, sí, símbolo de alegría. Y la alegría es capaz de transformarlo todo. Es como un tesoro inacabable que, mientras más da, más se llena. Quien muestra una sonrisa transpira alegría, atrae y nunca deja las cosas igual. Todos queremos, es más, buscamos, estar con quien nos anima y estimula. Puede ser que la vida nos trate mal, pero el estar con personas alegres es siempre un rellano en la montaña de la vida. Y cuando esas personas se apartan, dejan un hueco profundo en el alma y se van de la historia dejando en herencia un mundo mejor.

 

Y es que no se trata de una alegría hueca, como un globo que apenas toca la punta de un alfiler y explota. Me refiero a esa alegría llena, profunda, cuyas fuentes son más hondas que las distracciones o el placer. Estos a lo mucho tienen como fruto una carcajada, cuando no se quedan en una risa de apariencia y falsedad.

 

La alegría no es tampoco mero optimismo, es decir, espera insegura de que las cosas irán mejor. La alegría se teje con otra tela: la de la fidelidad a uno mismo. Es alegre quien se conoce, se acepta y busca mejorar en todo. El doblez, el querer al mismo tiempo ser y no ser lo que se es causa la amargura y la tristeza. La persona alegre no niega sus limitaciones ni se tapa los ojos ante las dificultades de la vida; las acepta, las afronta, las sufre, pero jamás, nunca, se traiciona a sí misma: tiene esperanza.

 

Y esta esperanza no le viene sólo de ella misma o de sus ganas de progresar. Es alegría que se transforma en "en-tusiasmo": fruto de haberse en-diosado, embebido, permeado de Dios. Por eso es tan profunda, porque sólo Él sabe su causa verdadera, que muchas veces se confunde entre el dolor, el sacrificio y la negación a uno mismo, tratando de ser generosa con un designio más maravilloso y duradero. Por eso Hernest Hello llegó a decir: "Señor, la tristeza es el recuerdo que conservo de mí mismo; la alegría, el recuerdo que conservo de Ti"

 

Y de aquí que la alegría sea una virtud tan cristiana, porque, si es verdadera, no puede tener otra fuente que Dios, y la fuerza y el poder de aquella simple sonrisa se encuentran fundados en Él. El cristiano, si es sincero, no puede ni debe ser un hombre triste: es como una contradicción. Sabemos que Cristo estuvo triste en Getsemaní, pero fue precisamente cuando sentía que su Padre estaba lejos. En cambio, pasó su vida pública transmitiendo alegría los cojos, a los ciegos, a los endemoniados y a las pecadoras. Los únicos que no la recibieron fueron quienes no la aceptaron.

 

Quizá usted, leyendo este artículo ha tomado también una decisión: la de pertenecer a ese grupo oculto de personas que mantienen la esperanza en el mundo; la de formar parte de aquellos que con un simple gesto transmiten su felicidad y a Dios. Su sonrisa vale mucho más que mil libros, mil discursos o programas televisivos, porque es capaz de abrir una puerta a la eternidad en medio de los avatares del tiempo. Su sonrisa será capaz de decir a los hombres con un simple gesto, aquello que Dostoievski escribía hace muchos años en los Hermanos Karamazov: "Amigos, no pidáis a Dios el dinero, el triunfo o el poder. Pedidle lo único importante: la alegría".



 





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La mentira: un mal para todos

 

Querien Vangal

Agosto / 2007


La sociedad existe sólo cuando esta edificada sobre principios irrenunciables. Uno de ellos es el de la confianza mutua.

 

Vivimos con otros, en casa o en la calle, en el trabajo o en el autobús, en un parque o en un equipo de deporte, porque existe entre nosotros confianza mutua. Porque pensamos que hay respeto, honestidad, acogida. Porque creemos que el familiar o el amigo no nos engañan, son sinceros.

 

Pero la confianza y toda la vida social quedan gravemente heridas por culpa de la mentira. Porque la mentira implica engaño, traición, injusticia. Porque la mentira nace cuando uno quiere "usar" la buena fe de otros para satisfacer un pequeño gusto egoísta o para alcanzar una enorme "ganancia" a costa de los demás.

 

En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2482) es recogida la famosa definición de san Agustín sobre la mentira: "La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar" (san Agustín, De mendacio 4, 5).

 

Un poco más adelante, el Catecismo (n. 2484) explica que la mentira puede ser pecado venial o pecado mortal; es pecado mortal cuando a través de la mentira se dañan gravemente las virtudes de la caridad y de la justicia.

 

Además, el Catecismo explica que la mentira perjudica enormemente a la sociedad, precisamente por dañar la confianza entre los hombres: "La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales" (n. 2486).

 

Estamos de acuerdo: la mentira provoca daños enormes, hiere profundamente la confianza entre los hombres. Pero... ¿cómo vencerla? ¿Cómo eliminar esa tentación continua que nos lleva a engañar, a manipular las palabras para conseguir una "victoria" (más dinero, un ascenso laboral), para desahogar la sed de venganza, para herir por la espalda a nuestro prójimo?

 

Hay que mirar dentro, en el corazón, para descubrir cuál es la raíz de la mentira: el amor desordenado a uno mismo que lleva al desprecio de Dios y del hermano. La mentira inicia en el interior, en la ambición corrosiva, en el rencor siempre encendido, en la envidia, en la sed de venganza. Otras veces, la mentira nace desde un falso sentido de conservación: para ocultar un pecado, para evitar un castigo, para no desdibujar la buena imagen que otros tengan de nosotros.

 

Al mentir, en definitiva, decimos sí al egoísmo y no al amor. Es decir, nos hacemos un daño inmensamente más grande que el pequeño (pequeñísimo, porque siempre es miserable) beneficio que uno pueda conseguir con la mentira.

 

Queda, además, el otro aspecto de la mentira: el daño que otros reciben. Cuando un esposo se siente engañado, cuando un padre ve cómo el hijo aumenta cada día la dosis de mentiras, cuando un compañero de trabajo nota que la confianza depositada en el "amigo" se ha esfumado como bruma ante el sol... nace en los corazones una pena profunda: alguien que creíamos bueno nos ha engañado, nos ha mentido, nos ha traicionado.

 

Frente a ese daño, hay que reaccionar. El mentiroso necesita ponerse ante Dios, de rodillas, humildemente, para reconocer con plena sinceridad el pecado cometido. Luego, pedirá fuerzas, y reparará: suplicará perdón a Dios y a quienes ha engañado, promoverá el bien del prójimo herido, incluso se comprometerá para no permitir que nadie, en su presencia, promueva mentiras, injurias o calumnias contra otras personas.

 

La víctima también necesita reaccionar. Ante quien nos ha mentido una, dos, cien veces, surge un sentimiento casi instintivo de autoprotección, en ocasiones incluso de rabia o de desprecio. Ante esas reacciones, que nos parecen "naturales", un cristiano sabe que debe perdonar, que debe vencer el mal con el bien, que debe rescatar al mentiroso con su mano tendida, con su caridad auténtica.

 

Por eso a veces nuestro silencio, nuestra cercanía, nuestro perdón, incluso nuestro afecto (que no debe ser interpretado como complicidad, sino como deseo sincero de recuperar la confianza) pueden ser el inicio de la curación. Quien ha mentido, precisamente por el daño tan grande que ha cometido contra Dios, contra sí mismo, contra los demás, necesita encontrar que el amor es más fuerte que el mal, que la confianza en quien ha sido engañado vuelve a aparecer como señal de una bondad capaz de superar cualquier pecado.

 

Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano. Quiere, sobre todo, que empecemos a vivir como hombres sinceros, honestos, enamorados. Capaces de mirar a nuestro hermano con el mismo cariño con el que le mira Dios, con el mismo deseo de vivir unidos, bajo la Verdad de Cristo, en el camino que construye un mundo más bueno y más enamorado.


 




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La infalibilidad del ser humano


 

Querien Vangal

Agosto / 2007

 

Una de las virtudes-defecto más cuestionables es el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.

 

He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

 

Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino.

 

Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos de niños es a equivocarnos. El error, el fallo, es parte inevitable de la condición humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando.

 

Así es como, según decía Maxwel Brand. "todo niño debería crecer con convicción de que no es una tragedia ni una catástrofe cometer un error". Por eso en las persona siempre me ha interesado más el saber cómo se reponen de los fallos que el número de fallos que cometen.

 

Ya que el arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido.

 

Temo por eso la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección.

 

Los pedagogos dicen que por eso es preferible permitir a un niño que rompa alguna vez un plato y enseñarle luego a recoger los pedazos, porque "es mejor un plato roto que un niño roto".

 

Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo saca amargura y pesimismo. Y sería estupendo educar a los jóvenes en la idea de que no hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos.

No vale, realmente, la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en los mercados.

 


 





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