Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel
Diciembre / 2006
Las vicisitudes de José Gabriel Cuellar
A los 12 años, cuando todavía veía, José Gabriel Cuéllar, utilizaba sus ojos para ver y sí tocar cuanto encontraba a su paso. Era un niño de la calle que se ganaba la vida lavando carros, después de pegar el grito de independencia doméstico. En un brusco cambio de libreto, por causa de un accidente, los dioses le barajaron distinto, lo hermanaron tempranamente con Homero y Borges (sin los libros), con Ray Charles (sin su voz y su piano)... y José Gabriel quedó ciego.
(Prefiere la palabra ciego, en vez de invidente, porque una vez que llamo por teléfono para solicitar un empleo y dijo que era de parte del "invidente Gabriel Cuéllar", le entendieron "el indigente". Desde entonces decidió llamar las cosas por su nombre).
Nunca perdió la sonrisa ni el optimismo que han sido su norte, sur, oriente y occidente. Simplemente, José Gabriel cambió vocales y consonantes por el silencioso alfabeto Braille. Se volvió un as del rebusque, un hacha para el ajedrez.
Aprendió a jugar fútbol, acariciando el ruido, como los ciegos que habitan los poemas de Juan Manuel Roca. ("Mi madre y yo en la terraza. Y, abajo, los ángeles de la sombra corrían como locos tras del ruido"). Ha sacado tiempo para casarse dos veces.
Quiere tanto a sus dos hijas que a cada una le tiene mamá diferente.
Desde sus primeros años cuando desertó de las piedras del fogón casero llevado de sus ansias de libertad, se acomodó en un parqueadero lavando carros. Aprendió a desvararlos. Una vez se metió debajo de uno de ellos, con tan mala fortuna, que cuando retiraron el gato después de la reparación, José Gabriel todavía estaba en el lugar equivocado. Nadie sabe cómo no murió aplastado en el episodio. Pero la luz de sus ojos se fue con su música a otra parte.
Los últimos productos que vio fueron deliciosas frutas de la fértil tierra colombiana que empacaba en el supermercado del sector. Quedó viendo esas frutas con el olor del recuerdo. Ese día de hace 13 años cuando perdió la visión, hizo una fortuna en propinas que lo convirtieron en fugaz Bill Gates: 600 pesos.
Este José Gabriel Cuéllar, amigo de mi amigo desde cuando sus ojos veían los amaneceres y atardeceres bogotanos, es todo un ejemplo de tenacidad. Recicla periódicos de ayer, de antier, de nunca, que recoge a domicilio. Vende bolsas de basura y encima una clase magistral de reciclaje, siempre a bordo de una sonrisa que no prescribe por más flacas que estén las vacas de su suerte.
Cartuchos de impresora jubilados, encuentran en José Gabriel una segunda oportunidad. Fue auxiliar administrativo en el viceministerio de la Juventud y Deportes y tuvo camello en el Instituto Nacional para Ciegos. Recortes presupuestales lo metieron entre las estadísticas del desempleo.
De pronto disputa torneos de ajedrez. Le ha jalado al rebusque dando clases del juego que vino a lomo de cobra de India.
Por estos días ha empezado a vender tarjetas navideñas hechas por artistas que volvieron obra de arte sus limitaciones físicas. "Vendo alegrías", dice, aludiendo a las tarjetas que este año son óleos de paisajes colombianos pintados por la artista Fanny Martin, su nombre de combate.
José Gabriel ha trabajado como ascensorista y recepcionista en oficinas privadas y públicas de donde le han dicho adiós. En ambos oficios ha aprendido a oír y callar.
Algunas veces se coloca de celador en casas en las que también les hace el aseo, una vez se mete la construcción en su disco duro. También cuida obras en construcción. El secreto radica en que los ladrones no se enteren de que un ciego está cuidando la heredad. Borges celebraba la ironía de Dios que le dio al mismo tiempo los libros y la noche. José Gabriel celebra la ironía de cuidar intereses ajenos "gracias" a su ceguera.
Y cuando el dulce laboral se pone a mordiscos monta guardia y ordeña la solidaridad pública en diversos semáforos. Como "ve" con los oídos, por el saludo le adivina hasta el ADN a su benefactor. También identifica el grado de generosidad —o tacañería— por la cantidad de dineros que dejan en su sombrero.
No tira la toalla por más anoréxicas que se pongan las vacas. El ejemplar José Gabriel se ha convertido en un hombre llamado esperanza. Realmente es un hombre ejemplar, que demuestra que querer es poder, y además lo hace con alegría y un desmedido optimismo.
«La vanidad es la gloria de los pobres de espíritu»
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