En definitiva, un papá jamás va a opacar la estrella de una madre. Sin embargo, esta verdad de Perogrullo nos permite compartir algunas reflexiones con respecto, aún no pocas veces devaluado "Día del Padre".
Papá nunca podrá comprender el milagro de la vida que se lleva en el vientre, pero es capaz de descubrir la esperanza en el futuro de un bebé, de sembrar sus mejores horizontes en ese pequeño ser al tiempo que se arrodilla ante Dios para dejar en prenda su cansancio, sus horas de trabajo y de esfuerzo construyendo el porvenir de cada hijo.
Es difícil que papá asimile en carne propia que su trabajo es de medio tiempo, cuando ve que las tareas de mamá son de tiempo completo. Sin embargo, es tan generosa su entrega y su cariño, que lo vuelven capaz de privarse -muchas horas de la semana- de la vista y el contacto con los que ama y que son la razón del trabajo cotidiano, con tal regresar a casa con una realidad mejor y distinta de la que él recibió en su momento.
Pocas veces papá se da cuenta del "milagro de la repartición de los peces y los panes" que realiza mamá en cada día. Pero papá ama tanto a quienes le esperan en casa, que es capaz de dejar "para otra ocasión" la adquisición de sus zapatos preferidos o de aquella camisa que vio entusiasmado en el aparador, al recordar que el hijo necesita algunos libros o que su princesita requería aquel vestido que la hacía ver más hermosa que nunca.
Con frecuencia, papá quiere llegar a abrazar a los chicos, a jugar con ellos y convertirse en el líder "de la pandilla", y al encontrarse en casa –como dice Héctor Gagliardi- se topa con una "lista de acusados" que le hace fruncir el ceño y poner cara de serio. Y casi nadie se da cuenta de cómo su corazón de padre se apretuja y se muerde de impotencia ante su papel de juzgador. Por eso aprovecha el arribo de la noche para entrar de puntillas al cuarto de los hijos y acariciarlos mucho y besarlos mucho, dejando caer -no pocas veces- los diamantes que salen de sus ojos convertidos en lágrimas de amor y de esperanza.
Sólo papá sabe lo que es jugarse "el todo por el todo" cuando el trabajo falta. Inventa, crea, pide, suplica, se humilla. Por eso es capaz de llegar hasta los pies del Sagrario y hablar con Dios, de padre a Padre. De aquí que su visión siempre traspasa la pobre perspectiva de "papá-proveedor".
En más de alguna ocasión, papá nos "sermonea" con su clásico discurso del deber ser de las cosas. Y a riesgo de ser reiterativo, lo que en verdad lo mueve es bastante simple: hacer que "el 10" -la calificación de 10- que él consiguió en la vida, sea "el cero", la plataforma de despegue para el futuro de cada uno de sus hijos. Habrá que ver cómo se ilumina el rostro de papá cada vez que habla de sus "diablillos".
Para mucha gente las canas son la señal inequívoca de una llegada a la vejez. Para papá son la acumulación de sus afectos y la prueba mejor de que cada noche de desvelo, cada mañana de talento y cada tarde de hacer un segundo esfuerzo, han valido la pena por cada segundo vivenciado.
Para papá no importa que haya menos ofertas en su día o que no haya festival ni bailables en las escuelas para festejarlo. Él sabe en su interior, que el mejor regalo que puede recibir es que, al llegar a casa -muchas veces con el espíritu abatido y el alma desgastada- es capaz de olvidarlo todo y perdonarlo todo, cuando al final del día se tope con el bálsamo extraordinario de un "¡Papito!" y un abrazo y un beso de los hijos que le hagan recordar que esos instantes son lo mejor que le ha pasado en la vida.
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