Meditando el otro día, recordé a mí madre y esto me llevó a pensar en el inconmensurable valor de la mujer, obviamente dedicada a ser mujer, que conlleva el sublime rol de ser madre, eje del hogar y de la familia, posición que la coloca --si partimos de la base de que la familia es el núcleo de la sociedad—en la cima de la sociedad. Y que conste de que digo: la mujer dedicada a ser verdaderamente mujer y no una imitación que actualmente pretenden algunas mujeres –no pocas lamentablemente.
Tenía en mi poder una revista que me mandó un viejo amigo, y distraídamente fijé mi vista en artículo en el cual me fui compenetrando conforme iba leyéndolo.
En esa meditación, caminé y recordé que tenía que ir al supermercado, así es que encaminé mis pasos en esa dirección. Al entrar, tomé mi carrito y me dirigí a la estantería de exhibición, miré a mi diestra y vi a una señora que, acompañada por su pequeño hijo, iba escogiendo lo que necesitaba. Esa escena la hemos visto todos muchas veces.
Ella, en lugar de limitarse en silencio a la simple tarea de echar las cosas en el carrito y pagar, entabla conversación con el chico: --"De este no vamos a llevar hoy hijo, la otra vez a tu hermano le salieron ronchas... y ya veremos si el perro se come esto".
Escuchas a la mujer hablar y se da uno cuenta de que así como va por los pasillos de los enlatados hablando con el hijo sobre el destino que llevará aquello que se compra, relacionando cosas, personas y circunstancias, va también, a lo largo de toda la vida, humanizando el mundo con sus observaciones y comentarios; suavizando en el filtro de su sensibilidad todo lo que pasa por su corazón y por sus manos.
Mientras hacía fila para pagar pensé que el engaño del feminismo fue haber hecho creer a la mujer que la maternidad era un obstáculo para su realización personal, como si esa realización sólo estuviera garantizada en la oficina de un quinto piso y no junto a la cuna donde se mece desde hace siglos el futuro de la humanidad.
A fin de cuentas, pensaba, mientras caminaba de regreso a casa con tu solitaria caja de granola, nadie puede negar que la madre, el único ser a quien una vida nueva se confía, nutre con su cuerpo esa misma vida aún desde antes de nacer, y con su fe, la fe de sus hijos, enseñándoles que también son hijos de Dios.
Receptáculo natural del patrimonio de la cultura es ella la portadora de los valores, la que los transmite educando para la vida, señalando las pautas de la altura moral a la que se deben alzar los actos de sus hijos.
Pienso de nuevo en las feministas, y en el gran bien que harían al género humano haciéndose a un lado para dejar pasar a la mujer que lleva en su seno, en sus manos o en un carrito de supermercado la generación que sigue.
Ya en casa, prendí la televisión y me recordó que justamente era el Día de las Madres. Coincidí con el locutor en que, a pesar de su poco valorado oficio, pocos estados de vida suscitan emociones tan sublimes como la maternidad.
En ese momento recordé uno verso dedicado a las madres:
Tu vida floreció cuando mi cuerpo
traspasó las barreras de tu cuerpo.
Hoy mis labios florecen con tu nombre
henchido de fragancias
traspasando la aridez de esta lucha inclemente
por la vida,
que deja tantas veces el corazón afuera.
Soy como quiero ser en mi Messenger
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