La tradición del poder Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel Marzo / 2007 Acostumbraba caminar por los pasillos del Palacio Nacional acompañado por alguno de sus ministros. Con su levita negra, semblante sereno y las manos a la espalda, el presidente conversaba pausadamente. En ocasiones, al caer la tarde, cuando las actividades administrativas habían concluido, caminaba solo a sus habitaciones. Su sombra parecía surgida de las entrañas del más allá. Más que alma en pena, Benito Juárez cargaba una pena en el alma. El último año y medio había sido difícil. Aunque su rostro se mostraba impasible, su corazón estaba roto. Extrañaba a su amada Margarita, fallecida en enero de 1871. Don Benito nunca dejó de pensar en ella. Por sobre todas las cosas admiró su fortaleza espiritual para enfrentar -—con todo e hijos—- un largo exilio en Nueva York durante los años de la intervención francesa (1865-1867). Fue Margarita una mujer comprensiva de la que sólo recibió apoyo, incluso para ayudarlo con el moño de la corbata cuando se desesperaba. "¡Ay, hijo, pero qué inútil eres!" –-le decía cariñosamente Margarita-- al tiempo que sus manos trabajaban sobre la corbata para colocarla finalmente en su lugar. La pareja pudo compartir menos de cuatro años la modesta morada ubicada en el ala norte del Palacio Nacional, a la cual regresaron en julio de 1867 luego del triunfo de Indudablemente la vida en Palacio Nacional le sentaba a don Benito. No por las comodidades a las que podía aspirar, la seguridad del recinto o la facilidad de trasladarse en un santiamén de sus habitaciones a los salones de despacho. Juárez encontraba en aquella construcción la historia del poder, el ejercicio de la autoridad, el centro de gravedad de la política nacional. Le reconfortaba ser parte medular, piedra angular de esa historia. Un presidente republicano heredero de una larga tradición de poder no podía hallarse en ningún otro lugar mejor que en sus habitaciones particulares del Palacio Nacional. Desde tiempos inmemoriales La historia del inmueble era centenaria. Las modificaciones arquitectónicas jamás violentaron su naturaleza: siempre fue origen y destino del poder. A principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma ordenó la edificación en ese mismo terreno de las fastuosas Casas Nuevas —-su palacio-—, sitio al que propios y extraños no pudieron más que rendir tributo de admiración. Tal grandeza no pasó inadvertida para Hernán Cortés, que desde su arribo en 1519, reparó en aquel palacio y al consumar la conquista de México se lo apropió -acto ratificado por cédula real en 1529. Pero el lugar estaba llamado a ser el palacio virreinal. No podía ser de otra forma, pues se encontraba en Con el paso de los años se construyeron nuevas habitaciones en el costado oriente, cosa que no alteró el extenso jardín y las huertas que se hallaban en el lado sur. Hacia finales del siglo XVII, el Palacio de los Virreyes tenía ya el aspecto de una fortaleza, con dos torres en las esquinas resguardadas por artillería y "con troneras para fusilería, dispuesto todo para la defensa". Las medidas de seguridad fueron insuficientes para defender el Palacio el 8 de junio de 1692, cuando una terrible hambruna propició el motín de ocho mil indios que se reunieron en la plaza mayor para exigir alimento. Al no ser escuchada, la turba amotinada decidió prenderle fuego a la residencia del virrey. Las llamas devoraron cada uno de los salones, habitaciones y oficinas del Palacio. Al amanecer del día siguiente, el paisaje era desolador; de la sólida construcción sólo quedaban cenizas. El virrey salvó la vida gracias a que encontró refugio en el convento de San Francisco, sin embargo, el destino del Palacio era incierto. Por lo pronto, la ciudad de México se llenó de un amargo olor a destrucción. La muerte ronda En los primeros días de julio de 1872 el corazón de don Benito comenzó a fallar. No se trataba del dolor por la irreparable pérdida de su esposa sino de la enfermedad que lo devoraba por dentro. El día 8 Juárez fue visitado por 20 niños huérfanos que deseaban conocerlo para agradecerle los recursos otorgados a su orfanatorio. Llegaron de improviso y el presidente no tuvo empacho en recibirlos en una de sus habitaciones. El encuentro parecía familiar, no había escolta ni aparatos de seguridad, mucho menos protocolo. Don Benito tomó asiento y de inmediato fue rodeado por los niños, que le hablaban todos al mismo tiempo. El presidente sonreía y trataba de prestar atención a cada uno. Después de media hora de conversación, el director del orfanatorio dispuso la partida y Juárez entregó a cada niño un peso para que compraran fruta. Cuando se despedía del último pequeño "se llevó la mano al corazón y se recargó contra un mueble —-escribió el director de la institución-—; en su semblante se notó la palidez y un ligero gesto que hizo, me dio a comprender que algo extraordinario le pasaba; le pregunté si quería que avisara a sus ayudantes y me dio las gracias, diciéndome que no era nada, que había sentido una ligera punzada en el corazón". Juárez no prestó mayor atención a su malestar -—a pesar de que en marzo le habían diagnosticado angina de pecho—- y continuó haciendo su vida normal. En los siguientes días ya no salió de su morada en Palacio Nacional, sólo dejaba sus habitaciones para trasladarse a la parte donde se encontraban su despacho y el resto de las oficinas de la administración pública. Desde ahí resolvió diversos asuntos cuyo estudio suspendía para comer en casa. Hasta la víspera de su muerte, don Benito comió generosamente. El lunes 16 de julio la cocinera de Palacio le preparó un suculento menú que incluía sopa de tallarines, arroz con huevos fritos, bistec con frijoles acompañado de una salsa de chile piquín, fruta y café. Por si fuera poco, tomó media copa de jerez y saboreó algo de pulque. Al caer la noche se abstuvo de cenar, pero no se negó una copita de rompope. Luego de leer algunas páginas del libro Curso de historia de las legislaciones comparadas, de M. Lerminier, se retiró los anteojos, apagó la pequeña lámpara que iluminaba su recámara y durmió como un bendito. A lo lejos se escuchaba el grito de la guardia que hacía su ronda. Del caos al esplendor Una palabra bastaba para definir el estado del Palacio Virreinal durante las primeras décadas del siglo XVIII: muladar. Y no precisamente por la manera de hacer política, sino por el lamentable y triste panorama que presentaba cotidianamente.
De nada sirvió la reconstrucción de la casa virreinal luego del motín de 1692. Cinco años tardaron los trabajadores en dejar acondicionado el Palacio para que pudiera ser habitado nuevamente por el virrey. La reedificación no costó cuartilla, el gasto fue de 195 mil quinientos pesos. Todo para que durante la mayor parte del siglo XVIII el Palacio se moviera entre la basura, los desperdicios y la pestilencia. Para los trasnochadores, el primer piso de la residencia virreinal se convirtió en el sitio adecuado para continuar la parranda y amanecer acompañado de alguna mujer y un buen tarro del mexicanísimo pulque. Gente chamagosa, hampones, pordioseros y borrachos que reñían frecuentemente, le daban un aspecto aún más sombrío a la sede del poder novohispano. Los virreyes pretendían mantenerse ajenos a la situación de la plaza, pero no podían ignorar lo que sucedía al interior del Palacio: en el patio principal se encontraban las cocheras para bodegas de comerciantes, sus escaleras y corredores se habían convertido en letrinas públicas. Aquel lugar, donde alguna vez se había levantado esplendoroso el palacio de Moctezuma, era una extensión de la podredumbre y suciedad que dejaban a diario los vendedores en Con la llegada del ilustre virrey don Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo, un rayo de esperanza iluminó la capital novohispana en 1789. Comenzó así, exitosamente, el primer reordenamiento del comercio ambulante y una higiénica cruzada dejó el Palacio, Durante los años malos, sólo una parte logró mantenerse a salvo de la inmundicia: la capilla real, construida en la parte oriente, cuya edificación estaba "ajustada a lo más perfecto de El Palacio Virreinal se convirtió en Nacional una vez consumada la independencia de México (1821). Durante varios años no sólo albergó al poder Ejecutivo, también recibió en uno de sus salones al poder Legislativo, en otros a las oficinas de gobierno, sin olvidar la casa habitación del presidente. Cuando comenzó la era de los levantamientos y las asonadas militares, ambos poderes se enfrascaron en un sinnúmero de conflictos. En ocasiones el presidente debió salir huyendo y algunas veces fue tomado como rehén en sus habitaciones; otras, el que sufrió fue el Legislativo, como sucedió en 1844, cuando el presidente Canalizo ordenó a la tropa que impidiera el paso de los diputados. Dos ejércitos extranjeros ocuparon el Palacio en el siglo XIX. Las tropas estadounidenses durante nueve meses, de septiembre de Una vez en el poder, Juárez construyó una nueva dignidad en torno al Palacio Nacional. Lo revistió de austeridad, le imprimió su sello personal y lo hizo respetar. La vieja construcción conoció verdaderamente la identidad republicana. Con un sueldo de 36 mil pesos anuales, don Benito vivió sencillamente, jamás se dio al lujo o al dispendio. Concibió al poder como servicio y así vivió hasta el final de sus días. A propósito de malas costumbres —-escribió Juárez en Apuntes para mis hijos-—, había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes. [Las] abolí porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Los excesos El Palacio Nacional guarda también una larga historia de escándalos. Hubo varios y de todos tipos: políticos, amorosos y absurdos, por decir lo menos. En 1566 el hijo de Cortés fue encarcelado por quererse proclamar rey de México -—salvó la vida de milagro—-. Entre 1611 y 1612, la devoción de fray García Guerra, obispo y virrey, lo llevó a ordenar mejoras materiales dentro del Palacio. Autorizó lo que a su juicio era necesarísimo: la construcción de una plaza de toros en el interior, que fue destruida por la ira de Dios durante uno de los tantos temblores que asolaron la ciudad de México. El virrey marqués de Villena se vio envuelto en otro escándalo al ser acusado de preferir a los portugueses, pues entre un caballo español y otro portugués que le dieron a elegir, optó por el segundo diciendo: "Mejor es el de Portugal", frase que le costó el cargo, la humillación y su salida de México. En 1808 el virrey Iturrigaray fue detenido y destituido, acusado de apoyar un movimiento de independencia que fraguaba el Ayuntamiento. La escena se repitió varios años después, ya en el México independiente, cuando el presidente Anastasio Bustamante fue aprehendido dentro de Palacio Nacional en una de tantas intentonas golpistas. Juárez nunca dio pie a escándalo alguno. Ni dentro ni fuera del Palacio. Fue el único presidente que hizo de su estancia en la vieja construcción una agradable forma de vida. Lo acompañaron Margarita y sus hijos por algún tiempo. Al acercarse la muerte estaba listo para entregarle cuentas claras al creador. Su tránsito fue doloroso, pero aguardó la llegada de la muerte en la pequeña cama de la casa presidencial, en el ala norte del Palacio Nacional. Descanse en paz La última vez que don Benito se presentó en las oficinas presidenciales fue el 17 de julio de 1872. Al día siguiente no pudo salir de su habitación. Durante la noche los dolores en el pecho se habían agudizado. Pidió a su familia que no mencionara a nadie su estado de salud. Todavía tuvo fuerza por la tarde para recibir en su recámara a varios de sus ministros y hablar con ellos de asuntos públicos, como si nada pasara. Cerca de las siete de la noche, don Benito no pudo más; la angina de pecho dobló su voluntad y el presidente cayó en cama. Para combatir los intensos dolores en el corazón —-que por momentos parecían detener para siempre su marcha—-, los médicos aplicaron sobre el pecho de Juárez compresas de agua hirviente, esperando la reacción del músculo cardiaco. La piel parecía desintegrarse por la elevadísima temperatura del líquido, pero el presidente aguantó firme la aplicación de los fomentos. Mas ya no había nada que hacer. Médicos, familiares y amigos esperaban el trágico desenlace en cuestión de horas. Momentos antes de morir —-señala una nota de El Federalista del 20 de julio de 1872—-, estaba sentado tranquilamente en su cama; a las once y veinticinco minutos se recostó sobre el lado izquierdo, descansó su cabeza sobre su mano, no volvió a hacer movimiento alguno, y a las once y media en punto, sin agonía, sin padecimiento aparente, exhaló el último suspiro. Miles de personas acudieron a Palacio Nacional para darle el último adiós a Benito Juárez. Era tal la cantidad de gente que desfiló frente al catafalco que fue necesario apuntalar el piso del salón de Embajadores para evitar un hundimiento o un derrumbe. En el Palacio se conservaron los efectos personales del presidente y su mascarilla mortuoria. Con el tiempo pasaron a formar parte de su historia. La estatua de Juárez que se encuentra en el patio Mariano fue fundida con los cañones que los liberales le arrebataron al general Miramón en Calpulalpan y con los obuses que sirvieron para la defensa de Puebla durante el sitio de 1863. En el Palacio Nacional, en las habitaciones del presidente, se fundió la historia personal de don Benito con la gran historia nacional. La última escena, descrita por el reportero de El Federalista, no pudo ser más conmovedora. Le contemplamos con una emoción que no trataremos de describir, en su recámara, encima de su cama de bronce, vestido de negro, pálido, pero con la fisonomía tranquila, sin contracción alguna y pareciendo más bien dormir con el plácido y pasajero sueño de la vida, que con el eterno y profundo sueño de la muerte. Ese conmovedor final de Don Benito Juárez lo soñó, en sus múltiples momentos paranoicos, vivir nuevamente el eximio Andrés Manuel López Obrador, mejor conocido como "El Peje", quien seguramente también pensó cambiar su nombre por: "Andrés Manuel Benito López Juárez y Obrador" Benemérito de |
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