martes, 2 de febrero de 2010

Cristóbal e Isabel

Por: Antero Duks

Enero / 2007

 

Imposible pasar por alto en este agonizante 2006 los 500 años de la muerte en Valladolid, España, de Cristóbal Colón. O los 80 años de la reina Isabel II, de Inglaterra.

 

En el caso de Colón, se ha producido una orgía de libros y documentales que creen ir más allá de lo que enseñaron hasta hoy los textos de historia.

 

Autores hay que lo presentan como un conde gallego, un marino nacido en América, un corsario catalán o un judío converso que tuvo que ocultar su identidad. No falta quién vea en él a un descendiente de los templarios.

 

Discovery lo sospecha catalán. Dominaba ese idioma por encima del suyo, el dialecto genovés, y el latín, el inglés de entonces, que habló desde que perseguía ovejas.

 

Si no, ¿cómo echarle primero el cuento al rey Juan II, de Portugal, quien no le paró bolas, y después a los muy católicos reyes de España?

 

Se ha sabido que si no fuera por uno de los confesores de Isabel, el prior Juan Pérez, Colón no habría podido llegar hasta la reina.

 

Tanto conocía Pérez la letra menuda palaciega que Isabel aceptó recibir a Colón con quien le han inventado chismes hollywoodescos.

 

El éxito de Colón radicó en que en supo venderse, habló claro y confiado en lo que proponía, y cobró duro por su trabajo. Eso dice un maquiavelo moderno llamado Richard Greene, en su libro Las 48 leyes del éxito.

 

Hace menos de 500 años, según Greene, Colón se dio el lujo de tratar a los reyes como si fueran iguales. No se arredró ante los de arriba.

 

En Colón, del sueco Landström, leemos que sólo el navegante genovés "comprendió que los vientos del nordeste debían soplar hasta las Indias, y que los del oeste debían soplar de las Indias a Portugal...". En suma: Colón fue el único que supo leer el viento.

 

Ahora, que en vez de llegar a las Indias, Colón desembarcó en América, es otro cantar. Ya se ha dicho que a América llegaron primeros los vikingos y los chinos.

 

No nos digamos mentiras: si la reina Isabel no empaña su bisutería, y Colón no aprende a leer el viento, todavía andaríamos de taparrabos.

 

Otra reina, Isabel II, de Inglaterra, está cumpliendo en 2006 sus primeros 80 años, de los cuales lleva 54 de reinado, y 59 sin repetir marido.

 

Envidio a don Felipe Mountbatten porque siendo esposo de reina, tiene la mujer por exquisita cárcel.

 

Gracias a su condición de príncipe consorte, nunca ha tenido que madrugar a levantar pa' la prosaica yuca. Le basta dormir con su propio jefe. O sea que en Inglaterra, duermen juntos gobierno (o monarquía) y oposición.

 

El príncipe nunca ha tenido jefe de personal, jamás ha tenido que hacer cola para entrar a cine, no sabe lo que es triturar horarios de oficina, tender la cama, lavar la loza, preparar fish and chips para algún flemático súbdito.

 

Sólo de vez en cuando sale del silencio de su cartuja de oro londinense para decir algún exabrupto. Y regresa a su anonimato de cinco estrellas.

 

¿Cómo no felicitar a la reina en su octogésimo aniversario, si los ingleses le han hecho sustanciales aportes a la humanidad?

 

Si no fuera por los ingleses, a estas alturas no sabríamos de dónde venimos.

 

Gracias, señor Darwin, por recordarnos que venimos del mono, un pacífico pariente que nunca ha fabricado un miserable cortaúñas.

 

El bobo sapiens ha ido mucho más allá: tenemos con qué destruirnos y con qué pasar a ser olvido puro, polvo de estrellas.

 

Por otro inglés, Charles Chaplin, sabemos que un día sin humor es un día perdido. Y cuando el mundo necesita una ironía o una paradoja para sobrevivir, puede leer a Wilde.

 

Claro que el mejor regalo que nos podría hacer la reina a sus súbditos de la aldea global, sería regalarnos alguno de sus divertidos sombreros.

 

O renunciar a una figura cada vez más arcaica, decorativa y costosa como la monarquía. Renuncie o no a la corona: God Save the Queen.

 

 

«LA ORACIÓN DEL QUE SE HUMILLA PENETRARÁ HASTA LAS NUBES»
 



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